“A los aficionados del cómic hoy por hoy no les interesa mucho el cómic”, decía un personaje de Peter Bagge. Puede percatarse de esto cualquiera que visite una convención, feria o kermesse de comics, donde pueden descubrirse algunas historietas enterradas entre las toneladas de muñequitos, pins, tazones, figuritas, remeras y demás merchandising que constituye el 90 % del producto bruto que moviliza esta pujante industria.
Desde el fenómeno de Star Wars, es sabido que es el merchandising lo que recauda el dinero, más que el producto original del que supuestamente se desprende el merchandising. Las empresas norteamericanas de entretenimiento han dado vuelta esta lógica (o más bien la han blanqueado) impulsando primero el merchandising, y luego inventando un contenido adaptado a éste, por lo general producido a la que te criaste y como una especie de apoyo secundario.
Este particular proceso (cuyo mecanismo es muy similar a la psicosis) ha influido en toda una generación de lectores de historieta, cuyo principal material de lectura son las leyendas que aparecen en los blisters de muñequitos articulados. Y su representante más extremo fue Yoshiro Tsumazaki, un estudiante japonés de diseño industrial fanático de los comics norteamericanos, que se jactaba de no haber leído un cómic en su puta vida.
Tsumazaki era en extremo alérgico a los ácaros, por lo que el médico le había prohibido tomar contacto con papel alguno; por lo que canalizaba su afición al noveno arte adquiriendo todo el merchandising habido y por haber, y lograba decodificar el contenido, personajes y principales storylines sencillamente observando estos subproductos. Durante los años 70, su figura se hizo popular como invitado a programas televisivos japoneses, entre freaks como hermanos siameses y niños que sabían recitar haikus al revés. Los conductores le presentaban muñequitos de personajes completamente desconocidos en Japón y el joven Yoshiro era capaz de reconstruir su historia en el acto.
Un paso inevitable
Como tantos aficionados, Tsumazaki ansiaba convertirse él mismo en un dibujante de historietas. Por supuesto, debido a su enfermedad, desconocía completamente el aspecto que tenían en la realidad. Ignoraba lo que era una viñeta, un globito o una onomatopeya. Como los habitantes de la caverna platónica, conocía las historietas a través de su sombra: el merchandising.
Sus conocimientos de diseñador industrial –y la cuantiosa herencia que le dejara una tía muerta luego de una larga batalla contra el cáncer por radiactividad- le permitieron “dibujar” su historieta Furusato, el Gato del Espacio. La historieta estaba contada a través de la existencia de 24 muñequitos articulados –que contaba con un protagonista, tres antagonistas, dos chicas (la “buena” y la “mala”), un mejor amigo, un Sensei y diversos personajes secundarios de profunda personalidad (o al menos es lo que se sugería en el packaging), un centenar de “pins” (donde se veían diversas escenas de las aventuras de Furusato), treinta remeras estampadas, posavasos, algunos discos con canciones pegadizas, un par de largometrajes, cepillos de dientes, caramelos, útiles escolares, repasadores de cocina, juguetes de lata, sonajeros y hasta una gaseosa a base de algas.
Consumiendo cada uno de estos productos en el orden adecuado, el “lector” podía seguir las aventuras de Furusato desde su origen en el planeta Sapporo hasta su muerte, sugerida en las recetas que venían en el paquete de fideos Furusato. Especialmente memorable era la escena narrada en las gomas de borrar con olor a frutilla de Sumiko, la sensual novia del heroico gato.
El merchandising del personaje fue un éxito y multiplicó la herencia del joven diseñador. Entonces, tentado por el demonio de la “Trascendencia Artística”, decidió invertirla en la producción de su “Ideal Platónico”: Un “Manga” de trescientas páginas, de aparición bi-semanal (cada tres días), con una tirada de 600.000 ejemplares. Es decir, el uso del merchandising para producir una historieta, un modelo exactamente invertido al que conocemos hoy.
Por supuesto, el proyecto fue un completo fracaso (se vendió un total de 30 ejemplares entre consumidores confundidos que creían que la revista era una especie de calendario) y Tsumazaki quedó hundido en deudas impagables. Las férreas leyes financieras de Japón lo enviaron a la cárcel, convirtiéndolo en una más de las innumerables víctimas que año a año se cobra esa segura receta para el desastre, la Historieta.
Algunas piezas de la Colección Tsumazaki, exhibidas en la celda del dibujante
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1 comentario:
Yo sé que algunos me tildarán de chupamedias, pero estoy convencido de que algún día se hará justicia y se te reconocerá como un gran escritor, uno de los más grandes de tu generación. Sí, sí, así será.
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